Los activos que participan en cada botella de vino que llega al consumidor son numerosos: suelo, cepa, maquinaria e instalaciones, personas, conocimiento….
Todos ellos necesarios y a cada cual más importante. Pero el único que es realmente irremplazable es el suelo.
Cuando alguno de estos activos no da la talla, lo modificamos o lo cambiamos. Podemos reinjertar o replantar; podemos mejorar o cambiar una máquina; podemos renovar el parque de barricas; podemos reforzar al operario… pero un suelo agotado es difícilmente recuperable.
La agricultura en general, y con ella la viticultura, dieron un vuelco importante hacia la productividad a mediados del siglo XIX con la creación de los primeros superfosfatos y el desarrollo de la industria del potasio, y tomó auge a principios del siglo XX con la aparición de los primeros abonos químicos nitrogenados.
Esta tendencia conllevó una visión del suelo como un simple soporte donde se aportaban semillas o plantones, minerales y agua (si había), para conseguir una cosecha. Ahí empezó a caer en el olvido la materia orgánica, que es el verdadero motor de vida para el suelo y resistencia para los cultivos.
A finales del siglo XIX aparecieron los primeros tractores, y con el fin de aumentar la productividad, el agricultor aumentó el laboreo del suelo y con la consecuente aceleración de la mineralización, aumentó la compactación y pérdida de suelo por escorrentía.
Afortunadamente, a veces la humanidad aprende y corrige, y hoy en día nos orientamos hacia una recuperación con visión del suelo más holística, donde se contempla como un ente vivo y se le da el gran protagonismo que tiene.
La materia orgánica es el verdadero motor de la vida en el suelo; con ella se forma el complejo arcillohúmico que, además de albergar la microbiota y microfauna necesarias para el buen funcionamiento del suelo, constituye el reservorio de nutrientes y agua que va a necesitar nuestra plantación.
En función del tipo de suelo, en cada vendimia el suelo pierde entre el 1% y el 2% de su materia orgánica total. Eso puede suponer entre 0’5 y 1 tonelada por hectárea y año. Sin una reposición constante, en 40 o 50 años podemos crear un bonito desierto.
La incorporación de residuos de poda es una buena práctica, pero aportan tan solo de 250 a 300 kg de materia orgánica por Ha, y es, en cierta forma, una materia orgánica poco equilibrada por su elevada relación C/N.
El empleo regular de enmiendas orgánicas de calidad, sin contaminantes y con una relación C/N adecuada, y el trabajo de las cubiertas vegetales en función de lo que el clima de cada zona permita, son técnicas que ayudan a mantener vivo y perdurable ese gran capital que es el suelo.
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